Publicado por: Ángel Rupérez


                                                                         

Vi ayer una buena representación de Ricardo III de Shakespeare en el Teatro Español de Madrid. Prefiero esas dramaturgias modernas antes que las que se ciñen estrictamente a la historicidad ambiental. Diversos estilos vestimentarios, incluso contradictorios entre sí, unos grandes baúles a modo de todo mobiliario, además de un piano moderno que decantaba con sus pinceladas líricas todo el aire de tragedia  que ensangrentaba sin cesar el escenario, junto con ciertos tintes de musical y unas suaves luces que iban cambiando de tono e intensidad, según el momento de la tragedia. Todo ello para encauzar el juego de los actores,  abocados a dar vida a una  violencia loca y gratuita que nos pasma, sino fuera porque, en cuanto abrimos los ojos y regresamos a la realidad – Madrid, invierno,  2017 recién estrenado, luces navideñas aún vigentes en las calles – nos damos cuenta de que Shakespeare, aun escribiendo a finales del XVI y refiriéndose a la atormentada historia de Inglaterra – con algunos visos de realidad histórica -, está hablando también de la enloquecida y bestial historia del siglo XX y aún del XXI, en la que han abundado tipos cuyo deporte favorito ha sido matar por matar, como  fue  el caso del siniestro Ricardo III, antes Duque de Gloucester, en una Inglaterra de hacia 1480.

    Ahora bien ¿por qué mata como mata Ricardo III? Sin duda por ambición, claro está, que es un motor muy conocido para comprender las peores fechorías al alcance de los seres humanos. Sin embargo, el monólogo inicial de Ricardo, con sus sugerencias sexuales, puede que también explique  su frenesí perturbado como una inmensa venganza contra la deformidad de su cuerpo, que  – como él mismo dice – lo excluye de los placeres sexuales comunes. Si lo tradujera como a mí me apetece, parecería una escena de sexo caliente. Las autoridades shakespearianas dan vía libre para hacerlo así, al menos según la edición de la RSC (Royal Shakespeare Company), Houndmills, MacMillan, 2007, p 1305. Pero me voy a limitar a parafrasearlo (igual más tarde cambio de opinión).

    Habla Ricardo, Duque de Gloucester: “Ahora que el invierno de nuestro descontento/ el hijo de YorK ha trocado en verano esplendoroso…”, en ese instante de paz en que los otros pueden entregarse al placer con ninfas muy sexys que los esperan envueltas en música de laúd, yo, deforme, “no estoy modelado para gozar del sexo…Yo, así rudamente conformado…deforme, inacabado…que hasta los perros me ladran cuando paso su lado…” Yo, el excluido, yo, el marginado, yo, el apestado… A partir de esa conciencia atormentada de su deformidad empieza toda la truculenta seria de asesinatos que él promueve, sin duda para alcanzar el poder pero también para vengarse de su mala suerte, a la que los espejos y las mujeres dan rienda suelta después de su catastrófico nacimiento.

   Ese es el lado shakesperiano del asunto, la novedad psicológica, si se puede decir así. Como todos los grandes escritores, una fuerte dosis de conocimiento del hombre asoma detrás de sus escritos, y este es el caso. Eso no nos lleva a compadecer a Ricardo III, ni siquiera a comprenderlo, pero sí, tal vez, alcanzar a ver el sufrimiento que le condujo a la monstruosidad de su conducta asesina. Hacer del sexo negado el motor de sus crímenes es parte del prodigio skakespeariano, al menos si atendemos a ese monólogo inicial que – insisto - no me atrevo a traducir como a mí me gustaría. De ser así, ¿Shakespeare es un antecesor de Freud?

      


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