PERRO Y VALLA
07-09-2019

Publicado por: Ángel Rupérez


Como he dicho muchas veces, la vida se juega en los pequeños detalles del día a día y no en los grandes acontecimientos excepcionales que puedan ocurrirnos. Después de logrado eso tan ansiado, ¿qué viene después? Siempre el día a día, ese ofrecimiento que puede serlo todo o no ser nada en absoluto. Pero si lo es todo, ¿cómo puede serlo? A base de los pequeños detalles convertidos en excepciones prodigiosas, como infinitos  regalos otorgados por la pura y dura generosidad que está en uno mismo y en ninguna otra parte. Dicho eso, voy caminando por una calle que frecuento solo de vez en cuando en un barrio que no suele ser el mío. El caminar ya de es de por sí un acontecimento fabuloso, lleno de intriga y misterio, puesto que se basa en la pura nada del desplazamiento que se va llenando de cosas inauditas, que son las cosas más sencillas del mundo. A mi izquierda, un campo de juegos lleno de futbolistas, al atardecer, con ruido de pelotas que chocan contra muros y voces que se enzarzan en enredos de sugerencias explosivas, llamamientos, avisos, efusiones, crispaciones, enfados, pero todo alegre, propio de paraíso, aunque parezca exagerado (soy exagerado cuando subrayo la dicha). Y entonces, entonces ocurre la escena asombrosa, pura magia de la casualidad, puro deleite de la existencia: un perro se encarama a la valla, atraído por los ruidos de los futbolistas, y se pone a mirar el espectáculo. Es grande, negro, de pelaje reluciente, quizás un pastor alemán. El amo tira de la correa porque quiere seguir su camino pero el perro tiene curiosidad y quiere mirar y seguir mirando. ¿Qué le atrae? ¿El ruido? Seguro que es el ruido, pero, por un instante, imagino que le atrae algo más porque ve algo más...¿Qué algo más? En todo caso, la escena es fabulosa, preciosa, encantadora, digna de ser recordada. El amo es impaciente, no quiere saber nada de lo que le atrae al perro y a mí. El amo no tiene curiosidad, o tiene prisa, o pasa de deportes al atardecer. El perro sí quiere saber y eso le convierte en alguien dotado de humanidad, aunque parezca mentira. En ese instante, me quedo con el perro y no quiero perderme lo que él atisba, más allá del sonido, que es uno de sus mundos. Ese perro ha llenado el día de una particular magia y le debo que haya sido así. Es la magia de la vida sencilla, la única que de verdad merece la pena ser vivida. Es la vida ganada en vivir, no la vida perdida en vivir, como decía el poeta, tantas veces insoportable, T.S.Eliot.



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