Publicado por: Ángel Rupérez


Si un día 4 de enero ves reflejado sobre el muro de ladrillo de una casa de enfrente el sol vespertino, puedes hacer dos cosas: o darlo por supuesto y pasar de largo,  como si tal cosa fuera la cosa más normal del mundo,  o quedarte clavado mirando como un bobo, absorto y perplejo, y, en cierto sentido, deslumbrado.  Si haces lo primero, no pasará nada dentro de ti; como mucho un pequeño picor placentero, perfectamente pasajero, destinado al cubo de la basura de la existencia que tantas cosas echa día a día al cubo de la basura de la insignificancia.  Una lástima total, pero así suele ser nuestra vida, incapaz de atrapar lo que se merece ser atrapado porque se ha acostumbrado a que lo celestial sea pasajero o demasiado leve o, como decía, insignificante. En general, lo que parece poca cosa, por habitual, por menudo, por consabido, por cíclico- siempre primavera, siempre verano, siempre otoño, o siempre amanecer y siempre anochecer, o siempre píos en las ramas o caídas en picado de gotas de lluvia desde las ramas -, no merece nuestra atención, volcada siempre en grandes empresas infinitamente más insignificantes (lo que está tasado en valor económico o social,  lo que tiene resonancia, lo que tiene aclamación, lo que da puntos en los ránquines, lo que permite ascender en los escalafones, lo que infunde vacua autoridad ante los demás, lo que embelesa porque es registrado, lo que…las editoriales lanzan a bombo y platillo para hacernos confundir valor y precio, como decía Don Antonio…)  

    Ahora bien, si haces lo segundo – si miras y miras, absorto, deslumbrado, silencioso, observador, solitario -, esa llama de sol pegada a la pared, como un anuncio descomunal, adquirirá un protagonismo callado y esencial, sin  aparato, sin desmesura, sin vocinglería, sin sociedad, sin tasa ni valor acordados por los vulgares tasadores de los valores infinitamente vulgares de la sociedad vulgar que acepta todo eso. En realidad, no ocurrirá nada y, por eso mismo, ocurrirá todo, una inmensidad silenciosa, que ninguna empresa querría adquirir para revenderla, porque no tendría apenas compradores.

     Lo que ocurrirá será el asombro en sí mismo, el reconocimiento del milagro, la aceptación de esa prodigiosa pintura como un regalo extraordinario, y ocurrirá la calma, la serenidad, el agradecimiento y la alegría, como consecuencia de esa regalo sin valor ni tasa, sin sociedad, ni mercaderes, ni mercachifles, ni estropeadores profesionales de la dignidad más crucial, la que infunde grandeza sin aparato a lo que ocurre a las 4 de la tarde, en Madrid, frente a mi casa, en pleno invierno, con las luces aún renqueantes de la Navidad, un tanto exánimes pero aún colaboradoras perfectas de la luz elevada al cubo de su grandeza misteriosa.  

     He dicho que si te fijas  completamente embobado, notarás la suavidad de la luz, como una caricia que se prolonga en el tiempo, y notarás igualmente una especie de animación interior, como si el sol hubiera pasado a pertenecerte y operara en ti una progresiva acción de adentrarse en ti, con el pico y la pala de su afán por dejar su huella con un silencio y una calma que fructificarán exactamente como silencio y calma, perfectos acompañantes del milagro de la vida que se produce de esa manera, ajena a las valoraciones mierdosas de la sociedad que pretende imponer que lo valioso es lo que tiene millones de seguidores y cientos de miles y miles de cacofonías y billones de estridencias de una inutilidad apabullante.

   Con Nietzsche, con Cézanne, con Benjamin, con Juan Ramón Jiménez, con Claudio Rodríguez…La contemplación –la contemplación viva, decía el poeta zamorano -, ese nuevo y eterno sol del invierno que con una sencillez pasmosa alumbra la tarde desde la refracción silenciosa en los ladrillos de la casa de enfrente mientras yo miro en silencio, con calma, sin prisa, sin seguidores, sin redes sociales, con alguna vela encendida, y con una especie de inmenso agradecimiento que, en el fondo, no tiene fin, como no lo tiene ese sol, que siempre perdurará y que volverá en el eterno retorno de lo mismo sencillo y divino.


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