Leonard Cohen
23-12-2016

Publicado por: Ángel Rupérez


                                                           

Imaginemos que somos jóvenes, y que estamos medio perdidos en no se sabe qué zozobra o tribulación, o que nos asalta cualquier entusiasmo improvisado, promovido por una escena cualquiera, que puede ser la aparición matutina de un motivo que enciende el sentimiento, cualquier que sea.  La niebla de la mañana, mientras vamos a clase, atravesada de pronto por el sol, como una lanzada que aporta luz por arrobas, casi como para cegar.  Imaginemos eso, o una reunión en casa con amigos, donde se entrecruzan diálogos que se pierden, o a los que no se llega, porque la voz se fragmenta y enmaraña con las otras voces…Imaginemos eso, o cualquier otro escenario, y en el medio imaginemos la voz grave de un cantante algo mayor, no mucho más mayor, cuya gravedad  impone su pauta como si se tratara de un susurro destinado a crear una complicidad cuyo contenido se ignora. Existe ese acuerdo, se ha establecido, se comparte esa resonancia, pero nada puede formalizarse, porque la voz, aunque suene físicamente, está ausente y su dueño también. Sin embargo, la alianza permanece, se incrusta en la memoria, y allí, en vez de dormir, fabrica una sólida  sustancia a la que se le puede llamar creación. ¿Creación de qué? No se sabe muy bien, porque hay que esperar mucho tiempo para que se sepa. Muchos años después, después de haber inundado los oídos con nuevas canciones del mismo músico, al oír la noticia de su muerte, descorchamos esa botella y reaparece esa creación, pero ahora saturada de nuevos estratos de experiencia que se han ido acumulando con el tiempo.

     El tiempo se engrandece de este modo, y la experiencia adquiere un grosor inusitado, y todo ello gracias a esa voz que nos acompañó en su día. La voz se vuelve a oír, y cogemos el primer disco que tenemos a mano y volvemos a escuchar esa voz, que ya no es la misma, porque ella también ha evolucionado, pero, al mismo tiempo, sigue siendo fiel a sus timbres y, en el fondo, sigue diciendo la misma voz. ¿Qué es eso? No es fácil señalar lo que dice la música, porque sus signos no representan cosas, ideas o sentimientos. Sin embargo, y a pesar de esa vaguedad, su poder es inmenso y dice mucho, aunque no sepamos qué dice. ¿Qué dice? Oigo su voz, escucho atentamente: parece que todo cae, que todo se derrumba. ¿Es eso? Aquella historia de aquella canción fue una celebración de un amor perdido. ¿Fue eso? ¿Y ahora? ¿Qué es?  Se oyen las ramas, golpean contra el cristal de la ventana, se oye un minutero que pauta el devenir, y la voz rasga con su gravedad esas cadencias que parecen representar esperas prolongadas, de no se sabe qué presencia. Es inútil, de no ser que acudamos exclusivamente a la letra y nos orientemos. He decidido no hacerlo. Pueden los susurros y esas pautas de cronómetro que miden una cierta pasión.

   También he decidido no oír su último disco, demasiado doloroso. Quizás la muerte acentúe ese dolor. Debe pasar el tiempo para que lo escuche. Entonces me reconciliaré con la muerte y, al hacerlo, me reconciliaré con la vida de la que esta gran voz es testimonio. No sé si volveré a la juventud y a aquellas neblinas alanceadas por la luz que traía miríadas de emociones disueltas en el aire de la mañana. No lo sé, pero sí sé que esta voz y esta música son aquel sol que me permitía vivir con una fe que nunca perderé. ¿Fe en qué? Fe en ti, creación,  que nos regalas lo que necesitamos para vivir sin perder jamás el amor a la vida, como aquella luz creada y nunca perdida. Por tanto, gracias Leonard Cohen, en la hora de tu muerte, que no lo es del todo gracias a tu creación, que a ti también te ayuda a vivir aunque cueste creerlo.


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