Publicado por: Ángel Rupérez


                                                        

Escribió Albert Camus en unos de sus cuadernos de notas ( carnets, en francés): “Debería llevar diariamente un cuaderno sobre el tiempo”. Cuando lo leí, lo apunté en uno de los numerosos cuadernos en los que recojo frases de los escritores, filósofos, pintores, psicólogos, científicos y personajes en general que admiro por alguna razón (deportistas también, y, sobre todos, Rafael Nadal).  Estoy completamente de acuerdo con Camus, y recogí esa frase precisamente porque decía algo que yo  había pensado (y sentido) en muchas ocasiones. Cuando encontramos en los que admiramos aquello que también responde a nuestra experiencia, esta sale de su cueva y se expone a una especie de comunidad del mundo, donde los otros (o el otro) juega un papel esencial.  Por esa misma razón,  una de las cosas que siempre me ha gustado  de Josep Pla ha sido su capacidad de ser sensible a esa realidad diaria de nuestros días, que en absoluto es un mero aditamento circunstancial sino todo lo contrario.  Recuerdo sus anotaciones  sobre el rugir de la tramontana y la locura anímica que podía desatar o su forma de enaltecer la limpidez del cielo azul, puro y nítido, por donde se colaba cualquier sensación del mundo, una gloria total o un oscuro aviso de ceniza sombría.

    Pues bien, estoy en la cocina de casa y oigo una música en Radio 3, mi radio favorita, junto con Radio Clásica. Son dos fabulosas compañías diarias, sin las que me costaría imaginar mi existencia. Oigo esa música, más bien atmosférica, quizás de los 70, pero no sé. No he oído al locutor (José Miguel López, Cosmópolis) la presentación del disco. He llegado tarde. Pero escucho con atención y me dejo llevar. De pronto, miro por la ventana y soy consciente del tiempo que hace. Un día soleado de enero, con un cielo limpio y claro al que llega la nitidez del frío, que, a su vez, se ve imbuido por la caridad del cielo azul, en una simbiosis perfecta, que, como mínimo, obliga a quedarse callado y sentir la penetración de esa mezcolanza en uno mismo, como si se tratara de un alimento o una ráfaga musical ¿de Keith Jarrett?, o un trozo de cuadro recordado ¿de Delacroix? o unos versos emotivos recién leídos ¿de Wordsworth? o unas frases de una novela de ¿Proust?

    Estamos en enero, 15 de enero. El sol ha llegado ya, su fuerza se nota cada vez más, su claridad es cada día mayor, pero, si no nos fijamos, esos mensajes pasan desapercibidos, con los fabulosos que son, y la calidad que arrastran, de toda naturaleza. ¿Qué quiere decir calidad? Quiere decir valor intrínseco, como el de las obras de arte buenas. Está bien hecha esa luz, está increíblemente bien hecha, detrás de ella ha estado trabajando un artesano a conciencia para moldearla así y entregarla así, con esa delicadeza silenciosa, sin hacer el más mínimo ruido, todo lo contrario de lo que alguna empresas pretenden hacer con las obras que patrocinan: montar cirios mediáticos impresionantes con el fin de atrapar a la gente con una ecuación tramposa: cuanto más ruido y fanfarria, mejor y mejor, más garantía de calidad. El cielo de hoy, y el aire, y el frío, desmienten absolutamente esa ecuación: cuanto más silencio, mejor, cuanto menos mercado, mejor, cuanta más soledad para entender, mejor. 

    No hay arte bueno sin una rigurosa artesanía detrás, muy costosa a veces. La luz de hoy parece muy sencilla y natural, y nada costosa. Esa es su calidad, y su valor, pero también hay que decir que detrás de ella hay un impresionante misterio, que la ciencia física solo aclara a medias, y ese misterio forma parte de la creación misma y, por tanto, de la artesanía que la hace posible. Por eso la luz de hoy, y el aire, y el frío y el cielo increíblemente azul son parte del misterio del Arte, como la más excelsa de las obras artísticas. 

    Y la emoción, ¿dónde está? Está en la conciencia de la presencia misma del tiempo que hace hoy y en su pureza testimonial y desinteresada y gratuita (porque no cuesta dinero). Y está en lo que es capaz de sugerir y en la dificultad de precisar esas sugerencias, que se escapan pero que se ciñen también a un espacio donde la memoria juega un papel importante. Este tiempo es conocido, esta obra ya la he visto y sentido, su originalidad consiste en su reaparición cíclica, y en el bienestar que proporciona, y en el misterio que añade a la existencia, y en la felicidad también,  o en el eterno retorno de lo mismo, y sus cimas, como quería Niezstche. 

    El tiempo de hoy, con su sutileza y su grandeza,  anuncia que vuelve, y acarrea la misma misteriosidad enigmática de otras veces, y ese anuncio produce una paralización instantánea de la actividad, y traga todo lo que hay alrededor, la misma música, y no digamos los platos que íbamos a preparar, realmente devorados por la emoción, que es la pura suspensión de todo y la absoluta atención a lo que ella es y representa.

   Si vuelve el mismo tiempo, vuelve la misma vida, lo mejor de la vida, el lado más misterioso de la vida, el que se anuncia en obras de arte y en esta otra clase de obras de arte, las del silencio que se ve asaltado por la presencia sencilla de la luz, y del frío, y de esa vibración típica de enero, y de todos los eneros.  Albert Camus, como tantas y tantas veces, tenía razón. Un diario sobre el tiempo: un diario sobre la vida misma, sin más.


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