Publicado por: Ángel Rupérez


Desde los tiempos de Roxy Music, y en particular, de sus grandes discos Flesh&Blood y Avalon , soy un incondicional absoluto de Bryan Ferry. Lo había visto actuar en dos ocasiones, una en San Sebastián (verano del 82, creo), con mis amigos de entonces, Roberto y Arturo, y otra aquí en Madrid, en el Conde Duque, allá por el verano del 2002 o 2003, más o menos, yo solo en esta ocasión. La actuación de San Sebastián fue absolutamente memorable y la de Madrid fue más discreta, especialmente porque fue cicatera. Una hora y adiós muy buenas, como si Mr. Ferry estuviera cabreado esa noche o le hubiera picado la mosca de la ingratitud que andaba suelta esa noche por el agosto madrileño. Aun con todo, se lo perdoné porque adoro su música y me encanta su condición de crooner trufado de rockero elegante y soñador, de la que también hizo gala esa noche.

    El otro día, 9 de julio, volví a verle actuar. Era en los Jardines del Botánico de la Complutense, mi universidad (lo digo con orgullo). Hice el camino en coche que solía hacer para dar mis clases. Aparqué en el aparcamiento de la facultad de Matemáticas, ya en plena noche. Me llegaron vibraciones de enseñanza impartida año tras año, no lejos de allí, muy cerca de allí, con solo pasar un campo de deportes. Entre en el Jardín Botánico, me aproximé a las primeras filas, para ver al maestro de cerca. Sentía la emoción de los preliminares, un raro cosquilleo que surge de la expectación animada por los grandes momentos de música almacenados en la memoria y en ese mismo instante vivos y apelotonados como si fueran una muchedumbre hormigueante convocada a un acto crucial. No una canción, sino muchas canciones. No una imagen, sino muchas imágenes.

   Salieron los miembros del grupo, jóvenes y veteranos, más jóvenes que veteranos. Salió Ferry con sobria elegancia y con movimientos igualmente sobrios, mucho más de crooner que de rockero (lejanos los años de Roxy Music de los 70, con aquellas vestimentas galácticas de aquel Londres en la cumbre y soberano). La noche era de fray Luis de León, más o menos, esa clase de calma, esa clase de inspiración, esa clase de elevación. Ferry interpretó sus grandes temas como Slave to Love o Avalon o More tan This o…Un lujo total, con una agrupación que recreó a la perfección el entramado melancólico y envolvente de su música, suave, intensa, elegante, llena de matices, y con el protagonismo esencial de las grandes canciones, sin las que no hay nada que hacer (en esta clase de música y en todas las músicas, incluida la clásica).

   Ferry fue generoso esa noche. Estuvo en el escenario una hora y media, a pesar de sus 72 años. Se conserva muy bien y su voz no flaqueó apenas. Fue ciertamente una noche mágica que consiguió que el tiempo dejara de existir como sucesión de barreras infranqueables entre experiencias separadas y alejadas entre sí.  Se fundió en el instante el acarreo de emociones vitales asociadas a esa música. San Sebastián se confundió con Madrid y el 82 lo hizo con el 2017. Incluso creo que mis amigos de entonces resucitaron. Fue gracias a la música de este viejo zorro del pop y del rock que parecer no querer envejecer nunca. Desde ese día, no me separo de su música, como si fuera una droga. De esa manera puede que yo tampoco envejezca porque ¿no es cierto que ciertas drogas operan milagros?

 

 

   

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