Sensación de luz
26-01-2017

Publicado por: Ángel Rupérez


Estoy sentado en un sillón en casa. Tengo detrás el ventanal de mirador, que es una prolongación útil del salón. En él tengo colocado una mesa donde suelo sentarme nada más levantarme, sobre todo cuando hace buen tiempo. Tengo allí una mesa de trabajo donde leo y escribo a mano todos los días en un cuaderno el recuento del día a día. Estamos a finales de enero, en pleno invierno. Hace frío en la calle, según advierten los termómetros y la rapidez con que se mueve la gente, huyendo del frío. Son las seis de la tarde, más o menos. De pronto, al girarme hacia el ventanal, observo que la luz perdura, aunque ya sea de una forma declinante. Hace apenas un mes, a esas horas ya era completamente de noche. Ahora no, todavía hay luz, y esa percepción me avisa de algo. Sin embargo, esa luz es ya muy débil, muy de crepúsculo invernal, como de lámpara que a propósito se regula para crear un clima de intimidad propenso a la lectura o a las ensoñaciones.

Por un mecanismo psicológico que ignoro, la percepción de la luz despliega ipso facto un mecanismo de asociaciones y sensaciones que van más lejos de la mera percepción física en sí. Es como si la luz se hiciera intensamente protagonista y exigiera una atención especial, no resignándose a desempeñar un mero papel de comparsa, como si mi inclinación más natural en ese instante fuera la de un pintor a la vieja usanza (no un pintor conceptual que prefiere el concepto a la sensación). A esa presencia imperativa y súbita le llamo sensación de luz. La luz se ha incorporado por un instante a mi vida, y ha dejado una huella en ella que perdura durante un tiempo, hasta que aparecen otros protagonistas que reclaman su atención o se hace completamente de noche o se diluye la existencia en una cierta atonía que adormece los sentidos vigilantes y atentos.

La pregunta es: ¿qué contiene esa luz?; ¿por qué se ha hecho protagonista como se ha hecho? En realidad, toda mi vida es una permanente atención a la luz en cualquier época del año. La luz siempre dice algo, aunque parezca no decir nada limitándose a ser un accidente físico, por más milagroso que sea. Pero decir que es un milagro es ya decir mucho sobre su realidad. Quizás esa sensación de luz a la que hago referencia sea fundamentalmente una sensación de milagro al alcance de la mano, sin coste alguno, como un regalo absoluto. La luz está, dura, se prolonga y cada vez más lo hará a partir de ahora. Quizás ese conocimiento también aliente en la percepción en sí, una especie de seguridad absoluta de que las cosas serán así: más luz, cada vez más luz, con lo que eso acarrea de plenitud vital, de alegría derrochada, de confianza total en la vida. ¿Era eso? Al volverme ¿percibí eso?

No estoy seguro. Solo sé que la luz se ha impuesto como un regalo y que he dejado que me invadiera, con su crepuscular suavidad, con sus llanuras prolongadas en la inmensidad del atardecer que percibo hacia el oeste. Al hacerlo así, me he sentido sumamente acompañado y, al sentir esa compañía, me he sentido alegre y contento, como si fuera un elegido. Crecía la luz, viajaba hacia la plenitud, aunque lo hiciera en voz baja, con suave cadencia de susurros dichos al oído para declarar algo grande. A todo eso, y a muchas cosas más, le llamo sensación de luz que es como una marca hecha en la piel sin dejar más rastro que un rasguño que no solo no duele ni escuece ni sangra sino que parece un tatuaje donde queda grabada una expresión que no acierto a comprender, y sobre la que tendré que volver en sucesivas ocasiones, si es que realmente quiero comprender mi vida.


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