AZUL OSCURO
21-06-2019

Publicado por: Ángel Rupérez


Al atardecer, casi al anochecer de este sagrado día de junio, veo desde la calle Serrano, como si se tratara de una invitación majestuosa y sencilla, cálida y amistosa, el cielo de un tinte oscuro, azul atravesado por nubes como vetas de una tonalidad ligeramente más clara, casi grisácea, pero no sabría decir si acierto, tendría que ser Van Gogh para acertar, o Cézanne, o cualquiera de esos maestros que entregan sus visiones para alimentar nuestra mirada y hacerla más capaz para distinguir los matices fugitivos. Me quedo boquiabierto, miro con atención, con una concentración intensa, asombrado, inmensamente agradecido, dispuesto a no transigir con la fugacidad cediéndole todo el terreno para sus avaras maniobras, tan secundadas por la indiferencia humana, quizás demasiado habitual y acostumbrada a pasar de largo en busca de otros objetivos que la hagan soñar. No me resigno a eso, jamás lo he hecho, y nunca lo haré, aunque sepa que al final tienes que partir, dejarlo atrás, mirar como mucho de vez en cuando, decir adiós, y prometer amor eterno a la entrega como toda respuesta, exactamente como si se tratara de una obra de arte. Sí, amor eterno, de eso se trata, aunque el camino prosiga y el atardecer se consuma y la noche avance con su particular calidad de anfitriona silenciosa, a la que no le gustan los gestos excesivos. Bienvenida sea con esa delicadeza que parece amortiguar las pérdidas de la luz, si además  un letrero la anuncia y la resalta con una luminosidad artística, un auténtico faro para las emociones estéticas. Es el letrero de Bankinter, con unas letras de lujo, y con una luz de ámbar cálido, para juntarse alrededor y soñar con la amistad eterna junto al fuego, como en cualquiera de aquellas aventuras de la adolescencia remota. Es un detalle excelso que remata un edifico de una elegancia austera perfecta, obra de Rafael Moneo. Paseo muchísimo por ese tramo de La Castellana, recorro muchísimo la calle Marqués de Riscal, por donde se entra al edificio, y mil veces me he fijado en él, en su ladrillo visto, y más desde que una alumna arquitecta me enseñó detalles de lo que cabría llamar humanidad arquitectónica, un verdadero lujo para las sociedades civilizadas. Por un lado el atardecer, con su azul oscuro de mineral milenario; por otro, el letrero de intimidad hogareña y por otro, el ladrillo visto que puso Moneo a su edificio, quizás sin saber que los ciudadanos como yo le damos las gracias cada día que pasamos por allí, como a los poetas les agradecemos sus poemas, y a los pintores sus cuadros y al cielo de Madrid su eterna benevolencia, idéntica a la del Arte supremo.  


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