APARICIÓN
10-09-2019

Publicado por: Ángel Rupérez


Después de un día prácticamente otoñal, con nubarrones pesados en el cielo, color plomo espeso de tubería de chatarrero, con viento que ha sacudido los árboles con constancia casi artística - los artistas tienen que ser constantes -, aparece al atardecer una ráfaga de sol que invade la realidad con una instantánea fortaleza, y anega de una luz soberanamente dorada, de miel de panal concienzudo y trabajoso, todos los árboles que forman la naturaleza del parque que veo desde esta habitación. La mirada, que estaba concentrada en esas páginas de Saul Bellow, se ha desviado al instante hacia allí, como si la hubiera seducido un candor primigenio, algo que está algo lejos de las palabras al uso, porque ciertamente ese efecto tiene algo de superior y divino, y las palabras suelen traficar más bien con lo práctico y diario y al alcance de la mano, de no ser que la mirada las obligue a lo contrario ( y ahí empieza la labor de la poesía, cualquiera que sea su manifestación, páginas de Proust, páginas de Claudio Rodríguez). Ha durado esa luz y ha creado un efecto sedante y ha dado ánimo a la vida, algo recluida en las introspecciones lectoras, descuidada de la realidad por casi invernal, como si ya no fuera del territorio del encanto que fluye con el abandono a las horas seductoras y tranquilas, además de acogedoras en sus promesas crepusculares. Me ha dado por escribir aquí, en vez de hacerlo en el cuaderno que lleno escrupulosamente desde hace años, desde que decidí que había que obedecer a Delacroix, quien dijo que había que fijar la vida de ese modo para que adquiriera toda la conciencia de haber existido de verdad. Ya se ha ido esa luz repentina de dorado ofrecimiento, pero se ha quedado, porque ha dejado la huella en la cadencia de la existencia, sometida desde ahora hasta la noche a ella. Es el milagro de todos los días, es el milagro por antonomasia, la luz, y más si se mezcla con la tonalidades doradas de su misión prometedora. Soy la vida, no lo olvidéis.


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