Tzvetan Todorov
10-02-2017

Publicado por: Ángel Rupérez


Recuerdo que leía sus libros apasionadamente, con la única, exclusiva e insustituible pasión de la juventud. Creía que toda la teoría que podía aprender sobre la literatura estaba en sus libros y en los de su maestro Roland Barthes, del que  Todorov era un aplicado alumno.  Recuerdo leyendo con lápiz en mano Literatura y significación, Introducción a la literatura fantástica  y Poétique, este en francés. Recuerdo encargando a Roberto, un amigo francés,   Poétique de la prose , que me trajo religiosamente después de vacaciones de Navidad, y que leí con la misma pasión que los anteriores. Conservo todos esos ejemplares y no he tenido ni por asomo la tentación de desprenderme de ellos, como si he hecho con otros libros de teoría, mucho más del montón. Incluso cuando esa fiebre formalista pasó, siempre conservé un gran respeto por la figura de Todorov, ahora fallecido.

     Me volví a reencontrar con él años más tarde, cuando leí un libro que escribió sobre el gran crítico ruso Mijail Bajtín, al que yo admiraba profundamente y sobre el que hablaba en mis clases en la UCM con algo más que veneración. También por entonces volví a consultar algunos de sus libros de los ochenta todavía situados – quizás a regañadientes ya – en el marco de la teoría. Teoría de los símbolos o Los géneros del discurso son algunos de ellos. Pero luego Todorov desapareció de la teoría y la crítica y se introdujo en un vasto campo, probablemente mucho más fértil, que era el de las Humanidades, por decirlo con esa palabra muy atractiva pero muy vaga a la vez, que gira en torno al famoso lema de Montaigne, que parafraseo así: “Precisamente porque yo soy hombre, me interesa todo lo que tiene que ver con el hombre”.  Es a ese amplio espectro de preocupaciones que tienen al hombre como centro  al que podemos  llamar Humanidades. Filosofía, historia, sociología, artes en general, psicología…

   Reconozco que ahí le perdí un poco la pista, aunque nunca dejé de comprar algunos de sus libros. En cuanto veía en una librería su nombre me atraía, solo por el hecho de haber sido él uno de los héroes de mi juventud.  Me gustaba su espíritu militante en favor de las causas fundamentales de la civilización, entre las que se encontraba el respeto profundo a la diferencia y, por tanto, la defensa de los derechos de los que, precisamente por su diferencia, padecen persecución y buscan en otros sitios y culturas acogimiento.  Me gustaba su profundo humanismo, lo que significa su profundo apego al legado de Montaigne. Y cuando regresaba, aunque tímidamente, a la crítica, allí estaba yo, como cuando escribió ese estupendo libro sobre tres escritores de primer orden: R.M.Rilke, Marina Tsvietáieva y Oscar Wilde. Los aventureros del absoluto los llamó, comprendiéndolos y, a la vez, distanciándose de ellos.

    Hasta que en París di con un pequeño y precioso libro, La literatura en peligro , que decía exactamente lo que yo pensaba por aquellos años (2007). La literatura es una forma de conocimiento del hombre en profundidad y ese es su sentido más decisivo y a ese sentido me dediqué como docente y ese fue uno de los lujos más importantes de mi vida. O sea, Todorov decía lo que yo ya había comprendido por mi cuenta pero, al venir de él, que era uno de los héroes de mi juventud, la simpatía irradió de sus escritos y se instaló en mi mente (alma) como una caricia amistosa o, mejor aún, como un argumento de autoridad irrefutable. Por todo ello, gracias Tzvetan Todorov. Justo cuando tú te vas, vuelven contigo flamantes las aureolas encendidas de la juventud inagotable, la que tú alimentaste y enriqueciste con aquellos libros que ahora vuelven a brillar, precisamente cuando tú te has ido para siempre.  


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