Publicado por: Ángel Rupérez


Al pasar por la Gran Vía veo una escena que me impresiona y que me acompaña mientras me alejo, como si se tratara de una sombra o de una preocupación. Una mujer joven está tirada en la acera, con los ojos cerrados, pero con una peculiaridad: tiene abrazado sobre su pecho a un gatito de color canela suave. Pasa y pasa la gente, yo entre ellos, y ella permanece ajena al fragor y a la indiferencia. ¿Qué podría hacer por ella? Es joven, está sin techo, le acompañanan sus pertenencias, esos bultos que conforman el equipaje de los que no tienen casa y se arrastran por la ciudad, en cualquier de sus esquinas. Y le acompaña ese ser dulce y tierno, inconmensurablemente tierno, que ese el gatito, muy pequeño, una especie de juguete, un peluche, una compañía para la soledad de esa inmensa soledad. Todo lo que se pueda decir es retórica porque ¿por qué no actuar? Pero ¿cómo actuar? Bueno, esa es la situación, la realidad: llevo mi camino, llevo mis turbulencias, soy otro ser apartado y aparte, como todos los que son seres apartados y aparte, que llevan su camino, que van a sus casas, o a sus citas, o a sus espectáculos, y que llevan consigo su particular inmensidad inaccesible. Todos somos seres así, solos y apartados, pero, quizás, el solo hecho de no haber naufragado del todo nos otorga un cobijo interior del que carece esas mujer tirada en la acera con el gatito en sus brazos, como si se tratara de su hijo. Nadie repara en ella, parece dormida. ¿Cómo habrá llegado hasta allí? ¿Cuál habrá sido su periplo? Bah, preguntas, sombras, impotencias, refugios, formas de aplazar la pena y quizás la culpabilidad. ¿Qué he hecho yo mal en mi vida para que esta mujer esté ahí tirada, sin casa, sin nadie, sola con su gatito? ¿Qué hago mal ahora al seguir mi camino, como si tal cosa? ¿Basta la buena conciencia de que piense en ella, mientras los demás no lo hagan? ¿Y por qué pienso eso? ¿Qué sé yo de los demás? Los demás también están solos, todos estamos solos, no podemos dejar de estarlo. Es nuestra condición, por más que nos busquemos formas de distraer esa conciencia. Pero la inmensa soledad de la mujer tirada en la acera con su gatito me acompaña, culpable de estar menos solo que ella, tal vez porque tenga una casa a la que dirigirme y sentirme acogido por mis cuatro paredes, las de mi soledad acompañada. 


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