Publicado por: Ángel Rupérez


 A la hora de las despedidas, es fácil llorar. Obama lloró ayer o anteayer en Chicago mientras se despedía como presidente ante sus entusiastas partidarios. Había hecho un repaso a su mandato presidencial y había enumerado sus logros, quizás no tan vistosos pero sí suficientes como para estar satisfecho, y más viendo el terremoto ultraderechista que se avecina. Como dice un comentarista británico, también de raza negra, y no del todo satisfecho con su gestión, “le echaremos en falta”.

    Justo después de ver un resumen de  la intervención de Obama, pude ver en directo la rueda de prensa en Nueva York que dio ayer el presidente entrante, Donald Trump. Viendo la actuación de los dos, y sus estilos oratorios, hay sobradas razones para pensar que, efectivamente, echaremos en falta a Obama, por muchas razones.  Y una de ellas, y no menos importante, tiene que ver los modos y no exactamente con las políticas, aunque también con estas, obviamente.  Obama es vehemente pero también tranquilo y, aunque  no excluya la  crítica acerba si es necesario, jamás  cae en la descalificación del adversario en términos de rudo estilo callejero. Por contrate, ayer vimos a Trump callar la boca a los periodistas incómodos que le hacían preguntas incómodas con un estilo llamativamente hosco y groseramente autoritario, con su dedo índice de su mano esgrimida como lanza apuntando y amenazando. Al ver esas imágenes, comprendí que Obama lloraba  en parte por lo que se le viene encima al país.

     Pero no solo lloró por eso sino que también lloró por ver que todo su pasado presidencial llegaba su fin y con él una parte de su vida. Al acarrear todo ese pasado, invocado por el aroma de la despedida, cobraron protagonismo  su mujer y su hija mayor, allí presentes. En ese instante, sin poderlo evitar, se le cayeron las lágrimas. A todos nos ocurre, y es esa reacción,   contra la que nada puede ningún controlador interno, la que nos hermana a todos los seres humanos, sea cual sea nuestra condición, raza, edad, cultura, religión…Es lo que podríamos llamar “un universal del sentimiento”, por tomar prestada la expresión a Antonio Machado. ¿Por qué es tan poderosa esa causa? ¿Por qué nadie puede pararla?   

    Obama sacó  su pañuelo, se enjugó las lágrimas, y a continuación las cámaras enfocaron a su mujer y su hija. Esta también estuvo a punto de llorar pero Michelle solo sonrió y se acompañó la mano al corazón, donde viven los sentimientos, según esa bonita convención que ignora que es el cerebro el dueño de todo y el corazón un simple pero portentoso regador. Con esa mano Michelle quise decir: “Acepto tu amor y te lo devuelvo”.  Era la suya una expresión de alegría por verse amada en público de esa manera, pues el amor es una forma suprema de la alegría y una de sus expresiones gestuales puede ser también la sonrisa, una sonrisa amplia, expansiva, volcada también en la mirada, que también brilló en ese instante, de una manera que parecía tener dentro de sí la sangre del corazón antes invocado, una sangre iluminada, con más luz de la acostumbrada. 

  Mientras tanto, Trump hablaba de muros que se alzarían entre México y EEUU, y solo esa expresión movilizaba otras emociones, todas ellas contrarias al amor. Me disgustó enormemente oírle hablar así, y me dio miedo que alguien hablara así. Su gestualidad era amenazante, y avisaba sin duda de tiempos oscuros. No había ninguna duda: Obama lloró por la despedida en sí, por su pasado recuperado por medio de un tropel de recuerdos y por la emoción que le produjo saber que todo había sido posible gracias a su familia, a la que amaba. Pero también lloró por otra cosa, de un modo inconsciente: lloró porque se avecinaban tiempos oscuros para su país y para todos los que, por múltiples razones, no dejamos de amar a ese país. 


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