Publicado por: Ángel Rupérez
Etiquetas:


Ángel Rupérez El viernes pasado estuve en Zamora presentando Alliance and Condemnation , la versión inglesa de Alianza y condena, el tercer libro de Claudio Rodríguez , del que se conmemoraba el 50 aniversario de su aparición. El traductor ha sido Philip W.Silver , profesor emérito de Columbia University y muy amigo de Claudio. Otro día hablaré de ese acto y del libro pero ahora quiero centrarme en otro hecho que tuvo lugar al día siguiente, 9 de mayo. 

Decidí ir al cementerio para visitar  la tumba del poeta. Nos llevó a Bel y a mí Manuel Rodríguez, primo carnal de Claudio, hombre sumamente solícito y amable, surtidor de interesantísimas informaciones sobre la peripecia vital de Claudio en sus encrucijadas zamoranas. La última vez que yo había estado allí fue en el verano de 1999, cuando falleció el poeta y fue enterrado en su ciudad natal. Apenas recuerdo nada del acto, precedido por una ceremonia religiosa en la catedral de Zamora. Bueno, miento. Sí recuerdo algo profundamente desagradable que me ocurrió con un tipo zamorano que ha ejercido de albacea del poeta durante todos estos años y que lo ha hecho con mano de hierro, lo cual significa que ha puesto un severo candado a todos aquellos con los que tenía cualquier clase de cuenta pendiente, como es mi caso (cuenta que se inventó él, por cierto, como suele ocurrir en todas estas refriegas paranoicas, tan del gusto de los guerrilleros de la guerrilla literaria). Pero lo que es el entierro en sí, solo recuerdo las llamaradas de julio, apenas aliviadas por las brisas del Duero, que corre cerca del cementerio, con su solemne mansedumbre, casi emparentada con la de un lago. 

Recuerdo el estupor, el anonadamiento, la incredulidad pues, a fin de cuentas, la muerte ocurrió en un proceso rápido con el que yo no contaba en absoluto. Justo el verano anterior había estado con el poeta en una jornada inolvidable, departiendo en una terraza cerca de su casa, dueño de una afabilidad impresionante, y también de una agudeza fuera de lo común en la que colocó en su sitio ciertos acontecimientos de la poesía española de aquellos años. Todo suave, bañado con una ligera ironía, y una casi imperceptible causticidad, que subrayaban una sonrisa muy particular que tenía, y un dejo entre campechano  y sabio al mismo tiempo,  muy alejado de las célebres presunciones de los malos o pésimos poetas. 

Después de aquella jornada, y de algún otro encuentro, ocurrió la repentina recidiva, como dicen los médicos. Todo se aceleró, se produjo algún que otro oscurantismo en torno a la enfermedad - mejor no meneallo - y luego ocurrió el fatal desenlace, también con oscuridades a su alrededor - de nuevo, mejor no meneallo. Pude desahogarme en su momento con una semblanza que me encargó Miguel Mora para  El País , gracias a la cual pude llorar mientras llamaba a las puertas la torridez de julio, envuelta en sus conocidas sábanas saharianas. Es lo mejor que he escrito nunca jamás sobre Claudio, y eso que he escrito bastante, incluso mucho. Lo más sentido seguro que sí, porque la muerte llamaba a la puerta y yo no  podía concebir que lo hubiera hecho de esa manera, con nocturnidad y alevosía. Contra esas llamas y esas tinieblas escribí en mi casa de Madrid, más solo que la una, completamente solo, completamente huérfano. El entierro en sí mismo fue un acto rápido, sepulcral, tórrido, con mucha gente alrededor, y algún amigo claudiano con el que entonces no me hablaba. Recuerdo aquellas miradas huidizas, anecdóticas, esquivas, con no sé qué resentimiento dentro. Y recuerdo el ruido de las cuerdas y algún hondo roce de la madera contra la piedra. No recuerdo más. Han pasado 16 años y he podido volver a esa tumba, ahora muy cambiada. No entraré a juzgar lo escultórico de la misma. Me quedo con el nombre sobrio del poeta destacado sobre el granito, con tipos gráficos bonitos, y el verso sacado de Don de la ebriedad, que figura en ella como lema.Tengo una mala memoria espantosa. No recuerdo exactamente el verso pero algún día lo pondré en estas páginas. El surco que es el cuerpo sobre la tierra, venía a decir. Se impuso el silencio. Hacía un día esplendoroso, casi veraniego, pero no había nadie. Estábamos solos. Manolo hablaba de algunas peripecias llamativas de la llamativa vida de Claudio en Zamora. 

En algún momento pude concentrarme y atender en silencio a la tumba en sí y a Claudio nunca olvidado. Mirar con atención es orar, según Simone Weil. Estoy de acuerdo con ella. Creo que oré, a mi manera. Al menos sí que le di las gracias al poeta por todo lo que me había dado, que fue mucho, muchísimo. ¿Se enteró de lo que pensé y dije?

Escribe una reseña
Todavía no hay ninguna reseña.