Publicado por: Ángel Rupérez


En el cartel del cine Verdi, aquí en mi barrio, una noria gigante gira con sus góndolas al viento, moviéndose ligeramente al bajar desde las alturas vertiginosas, tal como mi memoria recuerda. Exactamente la misma fabulosa noria en la memoria de Woody Allen, tal como aparece en ese cartel anunciador de su última película, Wonder Wheel, la mejor de las suyas desde Match Point, al menos para mí. Eran las viejas norias, con las canastas al aire libre, moviéndose con los giros cada vez más rápidos, creando aquel cosquilleo en el estómago placentero y angustioso a la vez, con el vértigo de por medio como catalizador del espíritu aventurero. Cuando la noria se detenía en la parte alta a la espera de que bajaran los viajeros, las ramas de los chopos quedaba casi a un tiro de piedra, atraídas por la vista con miedo y fantasía a la vez, la fantasía de los árboles al alcance de la mano, la fantasía de las ramas para ser acariciadas por las manos temblorosas de la distancia.

¿Por qué han escogido la noria Wonder Wheel, que se inauguró en 1920, como cartel anunciador de la película del mismo nombre, con el rostro de Kate Winslett impreso en él, con aire soñador? Sin duda porque toda la película gira en torno a esa fijación en la memoria de Woody Allen, más allá de cualquier otro simbolismo. La película como tal es sombría pero la noria no lo es en absoluto y cuando gira se dispara la adrenalina de la felicidad, exactamente lo contrario de lo que ocurre en el drama, donde las existencias naufragan y para las que esa felicidad inocente de la noria que gira y gira no existe. Entonces ¿por qué? Insisto: porque esa imagen representativa de todo Coney Island es suficiente en sí misma para elevar un emblema de la vida ganada a la desdicha, en cualquier tiempo y lugar.

Coney Island no es sombrío, sino todo lo contrario. Las imágenes de la playa son pura alegría y la recreación de época es perfecta. Aire antiguo, pasado, lejano, trabajo de la memoria, creación de la memoria. Los que tiran con carabina de feria a las dianas, imagen que se repite, son también parte de ese mito que es el recuerdo que no cesa de trajinar en silencio a lo largo de los años, y, cuando es rescatado, acarrea esa halo misterioso, pura magia que se traslada al espectador, literalmente hechizado, sin duda porque también sus propios recuerdos andan en juego, aunque se sitúen en otros escenarios, radicalmente distintos (los míos en un arboleda en mi ciudad natal, puro ensueño, pura realidad viva que parece soñada).

Fabulosa la fotografía de Vittorio Storaro, un prodigio total, un ejercicio de sabiduría fílmica impresionante, con esas tonalidades cambiantes de la luz a medida que cambian las escenas. La luz de la playa es perfecta, pura sensación que se expande y se expande, más allá de los años 50 en que se sitúa la película. Pero el arte consiste precisamente en expandir sus mensajes y enriquecerlos sin tregua por efecto de su propio mecanismo expansivo, parecido al de las galaxias en el universo, aunque sin el combustible de la materia oscura.

Toda la materia de la película de Allen es visible pero sus efectos llegan más allá de esa misma materia, que actúa como propulsor. Esa es la clave: todo lo que se ve existe, y es pura materia – palabras, personajes, luz, espacios, playa, trajes, drama – pero, a la vez, todo eso crea otra dimensión que se alarga y expande, y crea una nueva realidad, que es la milagrosa aceptación invernal de esa trama y esa luz prodigiosa de Storaro.

Al salir del cine, caminamos Bel y yo con esa luz y sus efectos, y Madrid parece acogerlos con naturalidad, y mi memoria también, fundida con la memoria de Allen, por efecto de la magia del arte del cine. Coney Island, 1950, ¿qué hacíamos en esa playa? ¿Quiénes éramos nosotros de entre todos los tumbados sobre la arena dorada? ¿Estaba Juno Temple entre nosotros? ¿Y Justin Timberlake? ¿Y Kate Winslett? ¿Y el propio Woody Allen?

Sigue, sigue, sigue…



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