Publicado por: Ángel Rupérez


Decido sobre la marcha venir caminando desde la casa de Bel hasta la mía, barrio de Chamberí. Unos siete kilómetros, más o menos. Una hora y cuarto de hora andando, aproximadamente. La mañana es limpia y soleada, aunque con un sol al que le cuesta traspasar las nubes invernales. Como siempre, decido escoger el camino que me garantiza esa lámpara en mi cara, a la que, a esas horas, puedo mirar directamente sin que se quemen mis ojos. Me cruzo con poca gente por la calle. Una mujer esplendorosa hace valer su superioridad con una excesiva garra, sin demasiados ojos que le rindan pleitesía. Desciendo por una calle ancha, donde el sol sigue protegiéndome. Decido girar por un sitio que me garantiza retorno, eterno retorno. Paso de largo pero no dejo de mirar. Emprendo una cuesta muy conocida, y sigo mirando y recuerdo. ¿Qué fecha? Sin poderlo explicar se cruzan en mi mente mis amigos de entonces, que ya no lo eran por aquellas fechas. ¿Por qué? Recuerdo a una alumna vestida con una chupa de cuero, sus labios rojos de un carmesí llameante. Me atrajo ese rostro. Ella nunca supo lo que yo llegué a saber del drama familiar que llegó a vivir. Recuerdo que le –les - comenté poemas de Seamus Heaney el día que le dieron el premio Nobel. La linterna del espino, título precioso, y edición preciosa de Faber, que copié descaradamente para mi Conversación en junio, en aquella época de muy estricta y rigurosa soledad. Se me ocurre la idea peregrina de que los setos de romero y espliego que veía a diario me inyectaban dosis sobrehumanas de felicidad, quizás porque me inyectaba con ellos infancia, aun sin saberlo (¿o sí lo sabía?).

Sigo caminando frente a ese sol tibio del amanecer invernal y me llaman por teléfono. Lo cojo y es Javier, de Alianza. La conversación gira sobre John Keats, mi dedicación última. Resulta que – me dice – Julio Cortázar, en su Vuelta al día en ochenta mundos, le dedica a uno de mis poetas preferidos de toda la vida toda una exclusiva reflexión. No lo sabía pero sí sabía que había traducido aquella biografía…¿Cómo se llamaba? Seamos honestos: no lo recuerdo, y se lo digo (y no busco ahora a propósito, dejo constancia de la laguna aquí). Me recuerda una cita impresionante que deslumbra a Cortázar, una de las más grandes que he leído jamás de nadie, y que he comentado muchas veces con mis alumnos universitarios. El gorrión que se acerca, y picotea, y la efusión entusiasta que produce una identificación absoluta con él…(no tengo la cita a mano, y no la busco a propósito).

¿Cómo fue posible si era tan joven? Una explicación posible: genialidad, sin más. Crujen las articulaciones de todas las teorías posmodernas pero no hay más remedio que acudir al viejo concepto: genialidad, portentosa inventiva, portentosa capacidad de comprender lo más importante y esencial a tamaña edad, la edad de Nacho, mi hijo pequeño. Sigo caminando, ya sin mi interlocutor, y mis pasos resuenan en todas las direcciones y mi conciencia no da abasto, porque son muchas las direcciones, y todas conviven armoniosamente. ¿Vuelven los setos de romero y espliego? ¿Vuelve esa felicidad? Recuerdo el entusiasmo, como Keats con su gorrión (o como Claudio Rodríguez con el suyo). ¿Qué más? El sol no acaba de salir, hace frío, sí, sí, recuerdo los gorriones que picoteaban el pan que les echaba mi tía al amanecer, en Burgos.

¿Algo más? Me empujan mis pasos, me expulsan de mí mismo, me arrojan a la realidad que me rodea, me fundo con ella, sigo la lección de Keats, intento seguirla…


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