Hojas secas
12-12-2017

Publicado por: Ángel Rupérez


Cuando tenía acabado (o eso creía) mi segundo libro de poemas, no sabía que título ponerle. Es curioso porque nunca me ha vuelto a pasar desde entonces, y, en general, se me ha dado bien dar con el bueno. Creo que, sin excepción, me gusta el título de todos mis libros y, como digo, no me ha resultado especialmente complicado encontrarlo aunque sí es verdad que a veces se me ha ocurrido a ultimísima hora, desbancando de inmediato al que parecía tener más boletos para salirse con la suya.

Pero con mi segundo libro se produjo un atasco total que creo que tenía que ver con mi psicología de entonces, esencialmente insegura (ahora he mejorado). Fue Andrés a quien se le ocurrió una noche en su casa, mientras charlábamos al calor de la mesa camilla, como habíamos hecho tantas veces en aquellos ya lejanos, por no decir, remotos años, los gloriosos 80 (1982, 1983, 1984, 1985 y ss., por ahí). Acudió Andrés a Gustavo Adolfo - Bécquer para más señas -, quizás leyéndolo en un volumen de Losada compilado por Alberti, y me propuso ese título, sacado del gran poeta y escritor sevillano. Lo acepté a ojos ciegas, sin pensármelo dos veces. Gran título, sin duda, con el que Gustavo Adolfo dio nombre a una especie de narración dialogada entre dos hojas secas, como cualquiera de las muchas que ahora siembran de esplendor los árboles y las aceras de Madrid (esplendor he dicho: incluso caídas, abatidas, son esplendorosas, y me atrapan como si se tratara de liga visual su materia, pegadas a mi ojos con arrebatada mansedumbre, con humilde temperamento viajero, o con resignada aceptación de la suerte, cual estoicas existencias adiestradas en caídas y otra suerte de contratiempos).

Desde entonces, soy adicto a las hojas secas, aunque creo que ya lo era entonces, con creces lo era entonces, guardo y guardaba muchas imágenes de los árboles otoñales de mi ciudad natal, llena de árboles por todos los lados, y muy especialmente los de su paseo central que yo suelo llamar en mis relatos Paseo del Corazón, y los que flanquean su río, que yo suelo llamar río Jorge Manrique, no sé por qué (o sí sé por qué). De hecho, en mi quinto libro de poemas, Una razón para vivir(1998), uno de los mejores de los míos, si no el mejor, hay numerosas hojas secas que simbolizan distintas experiencias vitales. El poema Frutos maduros interminables, uno de mis favoritos de ese mismo libro, ilustra a la perfección esa fijación mía, que no sabía que existía pero que existía, y de la que no me canso (aclaro: cuando escribes no sabes que existe lo que existe, y lo descubres precisamente escribiendo. Por eso escribir es un acto de descubrimiento, entre otras muchas cosas). Bécquer (Gustavo Adolfo), con su estilo insuperable, con su mezcla perfecta de precisión y sugerencia, de concreción y ensoñamiento, escribe en ese relato dialogado citado, Las hojas secas: “El sol se había puesto. Las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies”. Así escribe Bécquer, de ahí viene el título de mi segundo libro de poemas, Las hojas secas, de ahí lo sacó el agudo y generoso Andrés, para la genial editorial Trieste, donde tuve la suerte de editar ese libro.

Pues bien, ha pasado el tiempo, y ahora veo de nuevo desde mi casa que las hojas vuelven a caer secas de los árboles y que el viento las arremolina, las trae y las lleva, las zarandea, las eleva, las abate, las arrastra, las sacude y, a veces, cuando camino, la junta a mis pies, como si fuera Gustavo Adolfo (¡qué más quisiera!) y, en todos los casos, las trata bien, a pesar de todo. Es una mezcla divina, viento, luz y hojas, es la mezcla divina del otoño, ante la que se rindió Gustavo Adolfo y puede que también Andrés, que dio con ese título. Gracias al otoño, gracias a Bécquer, gracias a Andrés y gracias a Trieste, una secuencia que engrandece mi vida de aquellos años para siempre.


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