HÉLÈNE BERR
24-12-2017

Publicado por: Ángel Rupérez


Guillermo me regaló recientemente el Diario de Hélène Berr, editado por Anagrama, con prólogo de Patrick Modiano. Puedes empezar por este recorrido del escritor francés en busca de una de las múltiples víctimas de la Ocupación. Te estremecerá ese intento de alcanzar el alma destruida –quizá no – de esa joven francesa, de origen judío, que acabó, como tantos y tantos, en los malditos e inacabables campos de la muerte. Modiano es un maestro en ese arte y en este prólogo vuelve a lucir esa sensibilidad temblorosa, al límite del desfallecimiento, exhausto pero aún dispuesto a seguir buscando, por si el alma de Hélène no hubiera desaparecido del todo, en cualquiera de las calles que recorrió aquellos años 42, 43 y 44, en aquel París ocupado, donde la muerte acechaba de cualquier manera y en cualquier momento.

Leer estos diarios de la joven Hélène es una experiencia estremecedora. Duelen muchísimo, indeciblemente, pero es necesario leerlos porque es absolutamente necesario tener memoria de lo que ocurrió para no abandonar a las víctimas a su suerte, a la propia Hélène entre ellas. Si los leemos, a pesar del dolor inmenso que despiertan, a pesar de las heridas enormes que abren, tenemos la sensación de que estamos curando a la vez esas heridas, las suyas y las nuestras, y que el dolor – el suyo y el nuestro – es el algo menos dolor por efecto de la compañía que el lector proyecta sobre el autor, aunque ya esté muerto, y sobre sí mismo, aunque esté vivo. El lector cura y se cura, lo cual es una asombrosa paradoja. Sé que es una ilusión con fe dentro pero también las oraciones lo son, y leer de esta manera es una forma de orar, es decir, de querer estar en lo más íntimo y profundo con las víctimas, en este caso con Hélène Berr, pero también con todos aquellos que asoman en sus páginas y que, antes o después, acabarían siendo deportados.

Asombra cómo Hélène es capaz de amar la vida, aun sabiendo que es el horror su caldo de cultivo. Sin embargo, ella rescata esos momentos de vitalidad, y lo hace de una manera fulgurante, cuando París es capaz de embellecer la existencia amenazada de una manera prodigiosa. Eso también es una asombrosa paradoja, quizás la más restallante y percutiente de este libro asombroso y tan inmensamente humano. Cuando la vida está amenazada, la vida se defiende exaltándose y exaltando a sus devotos, Hélène entre ellos. Escribe el lunes, 14 de septiembre de 1942: “Las cosas son más bellas cuando no las he previsto. Toda mi vida me acordaré de esta tarde tan llena. Voy con él [su amigo Jean-Paul] a Saint-Séverin, luego vagamos por los muelles, nos sentamos en un jardincito que hay detrás de Notre-Dame. Había una paz infinita”.

“Había un paz infinita”, dice Hélène, y sabía muy bien que no la había. No había paz en París, no había paz en Europa, había una horrible guerra desencadenada por unos espantosos y enloquecidos criminales. Y, sin embargo, había una paz infinita, porque también la paz infinita tenía lugar en medio del horror. Esa es la grandeza de esta Alma Grande que se asoma en estas desgarradoras y también exaltantes páginas. Había una paz infinita a pesar del Horror. La vida es capaz de eso, y comprenderlo, en circunstancias tan extremas, y vivirlo, está solo al alcance de las Almas Grandes, y Hélène era sin ninguna duda una de ellas.

Leed a Hélène Berr, orad con ella, junto a ella leyéndola, junto a todas las víctimas leyéndola. Leer es orar, puede ser orar.


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