Publicado por: Ángel Rupérez


Me atrajo especialmente una cosa que dijo Juan Manuel Bonet en una entrevista que leí ayer o anteayer, casi por casualidad, en el digital de El País. Defendía al unísono la pintura de Morandi y la de Rothko, es decir, una figuración ensimismada y extrema llevada a cabo en los extrarradios absolutos de las modas neovanguardistas triunfantes en todo el mundo, y, al mismo tiempo, una abstracción absoluta y radical, pero también ensimismada, y también mística, como lo fue la figuración de Morandi. Dos pintores místicos pertenecientes a dos corrientes enfrentadas por los comerciantes y sus acólitos los críticos que deciden tendencias. Morandi tenía todas las de perder, pero era grande en su soledad radical, y Rothko tenía todas las de ganar, pero también era grande en su soledad radical. Pintores primos hermanos, a pesar de que los enfrentaran las valoraciones interesadas que rodean al mundo del arte y siempre colindantes – por desgracia – con el dinero que pueden llegar a valer las obras convertidas en moda o en tendencia dominante. Bonet recordó esa compatibilidad, invocando a Sarduy, del que no recuerdo haber leído una sola línea, y eso a pesar de que viniera avalado en su día por Barthes, gran crítico del que fui devoto y por el cordial Rafael Conte, del que también fui devoto desde mis tiernos años en que devoraba el suplemento amarillo de Informaciones, que él dirigía.

Mientras leía recordé al instante que yo mismo había defendido esa hermandad entre esos dos grandes pintores en un libro mío titulado Conversación en junio (1992). Lo hice dedicándoles dos de mis mejores poemas, Tazón real, alcuza iluminada se titulaba el dedicado a Morandi y Los sembrados y el mar, el dedicado a Mark Rothko, escrito después de haber visto en la Juan March una exposición impresionante dedicada a su pintura. Corría el otoño del año 1989, creo recordar.

Precisamente Bonet – cuando ya habíamos dejado de ser amigos, ¡cruel vida! – había escogido el poema mío sobre Morandi y lo había colocado en el texto que escribió para una exposición del gran solitario de Bolonia en la Thyssen. No pude agradecérselo porque ya no nos veíamos pero al leerle el otro día se me removió esa entraña que dice: la emoción circula, los prejuicios se desintegran, las marañas se desenredan, el afecto vuelve…¡Y todo gracias a la pintura!


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