Publicado por: Ángel Rupérez


En memoria de Miguel Ángel Blanco

Fue hace veinte años y lo recuerdo muy bien. Hacía mucho calor en Madrid y la espera se hizo interminable. Esperábamos todos que los terroristas no cumplieran su amenaza pero, en el fondo, no teníamos ninguna razón para pensar que no lo harían. Lo habían hecho en multitud de ocasiones, a cual más sangrienta, dejando regueros de horror en nuestras retinas para siempre (aquellos fuegos sobre la calzada, con hierros retorcidos, cuerpos tendidos sobre el pavimento, supervivientes desgarrados y aturdidos…). Veíamos además que en los juicios se reían de las víctimas de sus crímenes, con alardes de máxima maldad, solo imaginables en los más crueles y sanguinarios de los seres humanos. Para ellos matar era un deporte divertido y disfrutaban haciéndolo porque así infligían un daño irreparable a los españoles, de la profesión que fueran, del partido que fueran…España era su odio salvaje y eso les redimía de cualquier culpabilidad. Era bonito matar, disfrutaban haciéndolo, y aún más rememorándolo, cuando en los juicios sonreían al recordar la sangre de sus víctimas. Eran espantosamente horribles criminales, lo peor que hayamos visto nunca los españoles de mi época.

Por tanto ¿por qué iban a dejar de cumplir su amenaza? La espera se hizo larga, larguísima, y el calor de julio se sumó a la espera, creando un ambiente de asfixiante angustia que contaba los minutos y hasta los segundos con el fin de que la mala noticia no llegara nunca. Nos veíamos todos morir con semejante espera, y suplicábamos que no lo hicieran, y esperábamos desesperadamente que no lo hicieran…Pero lo hicieron, cumplieron su promesa, nos dejaron espantosamente dolidos, taladrados, envenenados por el dolor, deseosos de que atraparan a los asesinos y…Sí, recuerdo las imágenes del cuerpo de Miguel Ángel Blanco trasladado a una ambulancia, con una mascarilla puesta en la boca. Ahora la esperanza era que sobreviviera, que los asesinos no lo hubieran logrado del todo, que se hubieran equivocado, que las heridas pudieran curarse. Fue inútil. Pronto dijeron en la tele que había fallecido como consecuencia de los dos tiros que le habían disparado en la cabeza. Se habían divertido haciéndolo los asesinos. Se reirían luego en el juicio al recordarlo, seguro. Eran asesinos patriotas, de la especie de los asesinos que se ríen de aquellos a quienes asesinan.

Recuerdo el inmenso dolor. Se levantó la gente de Ermua contra los asesinos, el pueblo en el que vivía Miguel Ángel Blanco. Fue la primera vez. Aún conservo las fotos de sus padres, descompuestos infinitamente por la pena sin límites, doblados por el peso del crimen, como si hubieran sido ellos los asesinados. Fue un horror absoluto pero, a la vez, fue una señal de que algo podía cambiar. Tal vez los asesinos fueran derrotados y un día dejaran de asesinar. Esa fue la esperanza, la única luz que se abrió aquel día y los que le siguieron, a pesar de que julio seguía llameando, derrochando toneladas de luz inservible por las calles.

Ahora podemos decir que los asesinos han sido derrotados pero ni siquiera esa certidumbre es capaz de quitarnos de encima el dolor que aquellos terroristas patriotas vascos consiguieron grabarnos a fuego en nuestros corazones. Ese dolor supura hoy, lo noto en mi piel, y tiene el color de la sangre que no ha conseguido secarse y que no sé si lo conseguirá algún día.


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