Publicado por: Ángel Rupérez


Voy caminado a los Teatros del Canal, que están a cinco minutos de mi casa andando. Hace una tarde ligeramente fresca, para ir vestido con un jersey y una camisa. Otros, sin embargo, van vestidos aún con las capas invernales, fieles a los mandamientos del calendario. ¡Aún estamos en invierno! Yo me asaría con esas vestimentas, pienso, mientras camino a cuerpo gentil por la calle Viriato. Voy a ver si hay entradas para escuchar a un músico neoyorquino de mi quinta (más o menos), un pianista educado en las fuentes del jazz aunque también en las de la música clásica. Buena mezcla, pienso. Son buenas las mezclas, me digo, mientras camino con ilusión, como si fuera joven, con esa alegría casi instintiva, cercana a los aires primaverales que laten en el ambiente.

El músico se llama Uri Caine, y es de ascendencia judía hispana. Sus antepasados fueron judíos toledanos de Shefarad. Esa memoria remota perdura en su música, pues la música también se vale de la memoria para encender sus candelas, que quiere decir sus encantamientos espirituales prodigiosos.

Sí hay entradas. La actuación es en la Sala Verde. En el escenario solo un piano de cola iluminado por un foco cuya luz que viene del techo. Sale el músico, vestido con una informalidad absoluta, como si estuviera en su casa. Polo negro y pantalones a juego, enormes, tal vez pensados para disimular el sobrepeso. Hace una inclinación reverencial, se entrelaza las manos, anudándolas, y se dirige al piano con gesto decidido. Empieza a cabalgar sobre las teclas, con energía y virtuosismo. Crea una sonoridad cercana en ocasiones a las músicas de cabaret. No tiene partitura, toca de memoria.

A veces se remansa en un contraste sutil y lírico, que me encanta. Yo seguiría por ahí, pero él prefiere la energía, el cabalgar trepidante, la sonoridad percutiente. Emergen melodías que no reconozco pero sé que está jugando con ellas, recuperándolas, deformándolas, recreándolas, abandonándolas, retomándolas…. A veces sí reconozco las melodías pero mi memoria no me permite ponerles nombre. Sin embargo, me dejo llevar por los vericuetos de la memoria. En un instante pienso en Londres, finales de los 70, cuando vi actuar en directo al gran Bill Evans. Sí, esa sonoridad delicada, en racimos enhebrados que contienen gotas de agua que caen de un surtidor a un estanque, con esa transparencia cristalina. Oh, sí, Bill Evans, Bill Evans…

Uri Caine es generoso con sus bises. Hace reverencias al público, siempre con las manos entrelazadas, en un gesto que no sé a quién me recuerda, un tanto infantil, un gesto tal vez de timidez, como si le pesaran los aplausos (hay “yoes artísticos” introvertidos que rechazan las aclamaciones…)

Me voy contento, y, al salir a la calle, el fresco ha aumentado y se apodera de mi cuerpo, que experimenta la temperatura como una invasión agradable que estimula viejos recuerdos, viejas impresiones. ¿En qué otra ciudad esta impresión? ¿En qué época? El contraste entre el calor del cuerpo y el fresco – casi primaveral – de la calle me encanta, incluso me entusiasma. Me echo a caminar por Bravo Murillo, dirección Quevedo. A ver qué me dice la música mientras camino. Voy haciendo la crítica del concierto.

“Yo hubiera preferido una música más evocativa y más sutil, y menos enérgica, o menos aporreante, menos atronadora, menos de farándula en Broadway o de Wagner en Bayreuth y más de quintaesencia meditativa en un club perdido del Greenwish Village…Pero agradezco a Uri Caine su exhibición, su estilo, su virtuosismo, su generosidad…¡La música lo es todo!”

Camino por Fuencarral, Mejía Lequerica, Fernando VI…Camino, camino, pasión de caminar. ¿Qué tiene el camino? ¿Qué tiene el paseo? ¿Tienen música los pasos que apenas oigo? El corazón ¿tiene música? Llego a casa, después de tres cuartos de hora de música disuelta en la sangre con los pasos como pauta, y siente lo más parecido a la felicidad. Y doy gracias por ello.


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