Publicado por: Ángel Rupérez


Me encanta ir a tomar el sol del invierno en las plazas cercanas a casa. Pueden ser la glorieta de Chamberí o la plaza de Olavide, las dos muy frecuentadas por mí a lo largo de mi vida, muchas veces en compañía de mis hijos, a los que a lo largo de sus respectivas infancias he visto jugar mientras yo pasaba alegremente las horas sentado en un banco,  placer inmenso de padre. Llego a cualquiera de ellas en tres, cuatro minutos, busco un banco propicio, me siento, me pongo frente al sol  y siento su caricia como un suave masaje de calor que extienden sobre mi cara unas manas sabiamente entrenadas, capaces de rozar la piel sin apenas hacerse notar, como si se tratara de una pluma que se deja caer arrastrándose suavemente en su caída. Así estaba el otro día hipnotizado, profundamente calmado, inmensamente sosegado, cuando me dio por silbar la sublime canción de Hendel  Lascia ch’io pianga , que venía oyendo en los últimos tiempos de una manera casi obsesiva (soy obsesivo con esa clase de placeres: si me engancho a una canción puede que la manosee durante días hasta que acabo dejándola  por puro cansancio, no por agotamiento del placer).

      Mientras estaba en esa actitud entre contemplativa y silbante, vi que se acercaba muy resuelta una chica joven, a la que miré de refilón y que acabó escogiendo mi banco para sentarse. Yo seguí silbando como si tal cosa, inmerso en el hechizo de las notas silbadas, completamente ajeno a la chica que conversaba por teléfono a mi lado. Bueno, miento, sí que me llegaban ráfagas de la conversación, y es verdad que me produjo curiosidad el tema del que hablaba, que no era otro que cierta indignación de mi joven vecina con una compañera de piso, o – pensé, en plan narrador lanzado a la caza y captura de otras vidas inventadas – una compañera sentimental con la que acababa de tener una agarrada. La interlocutora telefónica de la chica podría ser una amiga o un amigo, no pude saberlo. Como no podía seguir con detalle el curso de la conversación, me desentendí, dejé de aguzar el oído, y seguí silbando la sublime canción de Hendel.

     Al instante oí que la chica dijo: “Me encanta”, pero yo no supe a qué se refería, y no me di por aludido. Sin embargo, al observar que había dejado de hablar por teléfono, pensé que igual se había dirigido a mí y, para no ser un maleducado, se lo dije:

     -¿Me has dicho algo?

     -Sí, que me encanta – respondió rápidamente, con una sonrisa en los labios bastante arrebatadora, y con una juventud encima también de hoguera radiante -. ¿Es Lascia, verdad?

     Asentí y, sin dejar de mirarla, le dije: - Me encanta que te encante –, y añadí, después de una rápida reflexión, un tanto aturullada por lo insólito de la situación: -Es raro que  alguien diga  ante un desconocido que le gusta una canción que silba el desconocido…y más en un parque.

    Sonrió y no dijo más, y enseguida se pudo a tomar el sol, como yo, venciendo su cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del banco, como si estuviera en una tumbona en la playa.

   Me quedé pensativo, pero no sé exactamente en lo que pensé. Al cabo, hice lo mismo que ella, tomar el sol, pero sin recostar tanto mi cabeza sobre el respaldo. “¿Sigo hablando con ella?”, pensé. “¿Aprovecho la oportunidad para hablar con una desconocida?. Si le gusta Hendel, a lo mejor es intérprete, y me gustaría saber algo de ese mundo, o a lo mejor es actriz, o a lo mejor…” Cualquier supuesto valía, por más extravagante que pareciera, todo con tal de saber algo más de una vida ajena, como era la suya.

   Pero no me atreví a decirle nada, puede que porque, en el fondo, no me apeteciera hacer un esfuerzo destinado a ser poca cosa. Una conversación pasajera, un intercambio rápido, una despedida, un hasta siempre, un reguero de posibilidades truncadas por la propia naturaleza de la vida, que suele se huidiza excepto con las muy amarradas costumbres y relaciones sólidas. Recordé que cuando era joven los rostros que veía en el metro y que me atraían, al poco tiempo del embeleso huían y eso me dejaba casi maltrecho, con una pequeña incisión dolorosa en ¿el alma? No quise saber nada de esas ilusiones, me levanté y me fui, no sin decirle un adiós intenso, que ella devolvió con otro más suave, que llevé conmigo a mi casa, como un minúsculo regalo que ha ardido hasta hoy en mi memoria.

  


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