Publicado por: Ángel Rupérez


Ángel RupérezÁngel Rupérez Alain

Leo con frecuencia al filósofo francés Alain, pseudónimo de su verdadero nombre, Émile Chartier. Toda su vida fue profesor de lycée, en el centro de París. No quiso ser otra cosa, aunque hubiera podido dar clases en la Sorbona si se lo hubiera propuesto. Huía de los rangos y los honores como de la peste, y desconfiaba del poder, fuera cual fuera su encarnación, incluido el poder académico. Los alumnos le adoraban, como atestiguaron muchos de ellos, entre ellos André Maurois, que hace una semblanza de él inolvidable. Simone Weil también fue su discípula y arrastró toda su vida la influencia que dejó en ella el maestro.

   Me encantan las ideas de Alain, en numerosas ocasiones centradas en dibujar una ética que ayude a los hombres a ser más bondadosos y más felices. Se diría que en Alain bondad y felicidad van unidas, como lo iban en su maestro Spinoza, al que Alain debe ese impulso de búsqueda incesante de la alegría y del bien. “Hacer el bien y estar contento”, decía Spinoza resumiendo su visión ética de la existencia humana.  Y ese es el propósito de Alain, visible en un libro suyo inolvidable: “Sobre la felicidad”, que aquí publicó Alianza en 1966, y que no sé si habrá reeditado. Miles de observaciones agudas condensa esta antología de esos artículos breves que Alain llamó “propos”, en los que consiste buena parte de su obra.

    Y es que Alain es un filósofo radicalmente antiacadémico, que huía de la fraseología profesional y de los tratados plúmbeos e inaccesibles, que tanto daño han hecho a la filosofía, refugiada por ello en sus criptas y catacumbas, donde se enmohece sin remedio. Por el contrario, a Alain le gustaba el aire libre de su expresión sencilla, en esos propos llenos de sabiduría, donde es imposible encontrar tecnicismos horripilantes y  hermetismos impenetrables, donde se pretende dar gato por liebre: la liebre parece ser la hondura pero el gato es realmente la nadería.

    La sencillez de Alain puede levantar sospechas entre los del gremio acostumbrado a la impenetrabilidad y a la jerga, pero eso nos da igual a sus lectores, que amamos la filosofía pero no a sus tecnócratas. Alain es siempre claro y siempre dice cosas que importan para comprender la vida y vivirla de la mejor manera posible. Como profesor que era, tenía un conocimiento profundo de la historia de la filosofía y siempre es esclarecedor cuando habla de sus maestros: Platón, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel…Sin embargo, jamás perdía el tiempo en la tentación de subirse a la chepa de los genios disputándoles lenguajes que no eran suyos. Una especie de modestia define sus acercamientos, pero, una vez más, eso no significa haber bajado la guardia sino otra cosa importante: el conocimiento necesita de la claridad, como pedía el propio Platón, inmensamente claro e inmensamente profundo.

    Me hubiera encantado haber sido alumno suyo, y haberme empapado de su pasión enseñante. Para los que hemos sido profesores, su arrebatada intensidad en ese terreno es fuente de emoción ilimitada. Escribió un librito sobre docencia que es una delicia y de una actualidad absoluta. Dar voz a los alumnos, establecer un contacto vivo con ellos, crear la enseñanza desde esa interacción, tirar por tierra la autoridad impuesta desde fuera, no creada por los lazos que el afecto construye como indestructible argamasa de donde el conocimiento natural mana…

    Maestro absoluto, bondadoso Alain, sabio entre los sabios, insobornable, independiente, libre. Leo en su maravilloso “Sobre la felicidad”: “Ser bueno con los demás y con uno mismo. Ayudarlos  a vivir y ayudarse a vivir a sí mismo; he ahí la verdadera caridad. La bondad es alegría. El amor es alegría”.

   Y leo en la semblanza que sobre él escribió André Maurois, su alumno: “Con Alain, el mundo real entraba en el aula. Buscaba la verdad ante nosotros, con nosotros…Un hombre de genio pensaba en alta voz. Era improvisado, nuevo, excitante y misterioso”.  

   Dejó huella en todos sus alumnos y ha dejado y deja huella en todos sus lectores. Yo me considero su alumno, porque no dejo de aprender leyéndole. Dice Maurois: “Brillante como era, hubiera podido tener todos los honores de su estado. La Sorbona y el Colegio de Francia se hubieran honrado con acogerle. No quiso jamás nada y continuó como profesor de Instituto. No hago un elogio suyo. Le gustaba aquel oficio; pero así nos dio el ejemplo de la perfecta independencia del espíritu”.

   Gran Alain, bienvenido seas a la hospitalidad de los que te amamos. 


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