Acacia forever
09-01-2017

Publicado por: Ángel Rupérez


Desde que vivo en esta casa, una acacia me ha acompañado pegando sus ramas al ventanal del dormitorio, como si quisiera saludarme día a día. Efectivamente, cuando levantaba la persiana al despertarme, ahí estaba ella en cualquier estación del año, con sus ramas adheridas al ventanal, casi como si estuviera solicitando entrar,  quizás para charlar conmigo.  Cuando la luz del sol sacaba brillo a sus hojas,  me quedaba embelesado mirándola, y mi gratitud se multiplicaba por mil, como si yo fuera en ese instante alguien afortunado al que le acababa de tocar una grandiosa lotería. Miraba y miraba las hojas y no salía de mi asombro, hasta tal punto el asombro no se agota con la repetición de lo mismo, siempre y cuando en lo mismo esté depositada una esencia de la grandeza de la naturaleza, que es capaz de hacer mucho o muchísimo con lo aparentemente poco o escaso, como una sucesión de hojas lamidas por la luz del sol, sacando de ellas una especie de reino de la ensoñación más absoluta, que se lo debe todo a esa presencia que no parece nada y que es absolutamente todo. He dicho ensoñación, y quiero explicarme: quiero decir realidad elevada al cubo, hasta tal punto que parece ella misma un sueño, entendiendo por sueño el colmo de lo mejor que en alguna ocasión concebimos en nuestro espíritu, no para echar la vida a un aparte degradado y sustituirla por el sueño, sino todo lo contrario: para engrandecer la vida con esa concepción, que parece un sueño de pura realidad que es, elevada al cubo de su grandeza. Insisto: no es idealismo, es pura realidad;  no es sueño, es Verdad.

    Pues bien, un buen día, hace poco de esto, empecé a oír en la calle un ruido molesto de sierra y me asomé a la ventana. Un operario, armado de una máquina y encaramado a una canasta que culminaba una escalera desplegada, estaba cortando ramas de la acacia, sin piedad ninguna. Me asusté, me consideré ofendido, y le pregunté al operario, que no me escuchaba porque tenía los cascos puestos, para evitar el ruido.  Le hice gestos, alcé aún más la voz, hasta que me vio, se quitó los cascos, dejó de serrar.

    -¿Qué haces? – le dije, asustado y ofendido.

    -Corto las ramas y el árbol entero porque está enfermo. No tiene solución.

     Fiel a su oficio, se volvió a encasquetar los cascos, puso en marcha de nuevo la sierra y reanudó su labor cortadora, como un auténtico y desaprensivo malhechor.

    No contento con esa respuesta, y muy ofendido por ese operario que no sabía nada de la acacia y de mí, bajé a la calle e interrogué a otros operarios.

   -Está enferma, no tiene remedio. No hay curación posible. No podemos hacer otra cosa.

   Su expresión era más amable que la del aserrador, pero no por ello el impacto de sus palabras fue menos doloroso. Me resigné y acaté la mala nueva. Quise irme y me fui, regresando a casa. No observé el resto de la labor. Solo más tarde noté un vacío inmenso, al ver que a mi ventanal ya no llegaban las ramas desnudas o llenas de hojas de la acacia. Un boquete se había abierto en mi vida. Un luto se abrió paso en mí. No sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue dar las gracias a la acacia desaparecida, las infinitas gracias de mi infinito agradecimiento. Eso me calmó.  Desde entonces, cada vez que la echo en falta – y ocurre con mucha frecuencia -, le doy las gracias y vuelve a revivir, y yo revivo con ella. No se me ocurre otra forma mejor de curarme y de curarla a ella de la inmensa herida a la que podemos llamar muerte.  


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